domingo, 12 de noviembre de 2017

Yo recuerdo la luz.
Y la luz era una sustancia ajena
inabarcable y tersa detrás de los objetos
que rodeaba los intersticios y las fisuras
asomando la nariz como una serpiente al sol.

Y de la luz vinieron las cosas
con su esencia material
se constituyeron y quitaron espacios a la luz.
Ella entonces se convirtió en un mito,
detrás de mis palabras y mis ojos.
Seguía ahí, entre los espacios ocupados, y yo no la veía.
Solo la luz ha sido eterna, cuando los seres se extinguieron
ella mantuvo su perpetuidad fluyendo
y levantó las llamas del fuego miles de veces.
Reconstituyó cada día las sombras de los animales
y luego daba sus dedos a los árboles
para que alimentados en sus dientes verdes
vertiesen a la noche desde sus raíces
hacia el sueño de las aves.
Ellas duermen en la oscuridad, y alborotan el día.
Así como en el principio, todavía puedo caminar bajo los árboles
que soportan estoicamente esa alegría de despertar
cantándose de rama en rama. Llamándose en la luz.

Recuerdo la tierra cuando tomó sustancia
y emergió de la luz bruscamente.
Tuvo emanaciones de madera, de tierra viva,
de movimientos animales, de vegetales resplandecientes.
Toda la luz retrocedió ignorada vuelta una cotidianeidad
porque la tierra se expandía desde mis ojos.
Partió la tierra y no tuvo fronteras.
Fue rosa, rosas, rosedales, raíces, hoja y tronco;
y bajo su vegetal extensión una carne fatua
y una atroz permanencia respetada.

Para admirarse el Universo hizo los ojos de la hormiga,
el correteo de la telaraña que en cada generación renueva
como una eterna conspiración para enlazar al viento.
Todo el planeta sacudió su lomo oscuro y blanco,
partiéndose en cordones de alturas congeladas
y en abismos abiertos hasta el fuego.
Afuera las estrellas estallaban en masas de gases licuados
en ríos astrales caloríficos o helados
estaban en los confines de los vacíos
suspendidos en materias informes.
A nuestros ojos la boca abierta del cielo brilló
donde la sentimos en la frente sin verla todavía.
Así yo alzado sobre la magnitud del pasto
donde me recibió con temor, asombro, con reservas,
o ignorándome desde siempre, el pueblo de los seres
diminutos que habitan los recintos de la tierra
entre las raíces como una constelación de amaneceres
luego decaen desmigándose arena proteínica
a la inconmensurable región invisible y viva bajo los árboles.
Dignos árboles que envejecían hechos de morirse
en el crecer con los extremos verdes.
Así yo sobre la piedra y ocre mancha de la savia,
ahora que la luz se ocultaba detrás y dentro de los seres
una mancha vegetal verdosa abrió sus manos
y volcó sobre la tierra húmeda frutas arcaicas.
No me alcanzó la voz para nombrarlas.
Toda la tierra era el horizonte.

De la madera vino la cuchara, lanza, dioses.
En el mismo gesto fue una balsa para el rostro del agua
y luego una amplia bocanada divina mojada en sal y cal.
Allí donde el niño tocó la materia la tomó para sí
y construí con ella mis refugios cotidianos, y mis altares.
Ya la tierra estaba completa girando en los espacios del sol,
podíamos ver que el agua era una ilusión de la forma,
la tierra un páramo continuo donde abandonados,
la luz un pasado inexplicable.
Solos estábamos, estaba solo; ante el corazón del perro conquistado
que no podía decirme las mismas palabras.
Solitario y diminuto, enano en las montañas antes del afán minero,
quedé mirando la constelación de las bestias
y de las manos me chorreaba sangre de grillos manchando las piedras.
¿Eso era la maldad y el arte, juntos bajo mis cabellos?
Primero de los hombres, y repetido de la sangre, corrí
entre los árboles perseguido por miríadas de insectos
y al acecho de las bestias de cuerno, colmillos y venenos.
Ahora el cielo era de aves interminables,
entre los árboles se tumbaron a parir las hembras
el bostezo distraído de los cachorros.
En las profundidades de la tierra, allende los gusanos,
el fémur del lagarto se quebró y endureció bajo el martillo de la tierra.

He aquí que fui elevado sobre el caparazón de los escarabajos
miraba los espacios de la materia sin ver el corazón
en donde late una nebulosa de explosiones,
la sangría comunal de los recintos del viento,
allí en donde duerme y corre y vive sin entendimientos
el cosmos inigualable que de poder verlo nos aterroriza.

En la primera edad vino la luz,
en la segunda edad vino la tierra,
en la tercera edad abrieron sus ojos las criaturas,
sobre la cuarta edad me alcé del suelo.

La quinta edad fue la del agua
y descubrí que era una ilusión.
Mi hermano que ha crecido entre fórmulas y árboles
me dijo alguna tarde que el agua eran moléculas
en una red efímera perfecta que no dura para siempre.
Pero el agua es una unión de luz y tierra,
temporal y redescubierta, más antigua que el mundo
muere cada tarde y se eleva hacia el sol
y cada noche duerme en masas dispersas sobre el viento.

El agua viene a nosotros desde cosmogonías incomprensibles;
sus fórmulas descansan en las manos del cielo
o en las profundidades del planeta donde hierve
o allí en donde puede permanecer estanca
ahogada de nieve submarina, ajena a todo;
más sola que su espíritu, más pura e inabarcable que los cangrejos.

Descubrí que el agua era tersa y brillante,
se quebraba en sonrisas de luz, huía bajo la tierra
con senderos de asfixia que las lombrices beben.
No ríos azules y legendarios, no mar de botellas,
nunca tormenta, jamás había sido todavía una nereida verde.
Era una luz atrapada y dormida bajo la renuencia de su forma.
No, todavía no había sido un tumor en los pulmones
en la boca el gusto de la vida que siempre engaña y dulce
pareciera cuando llueve sobre la ansiedad de la piel.

Era luz dentro de la tierra, y tierra abierta a la química ignorada
aquella que viaja a través del espacio y el tiempo
como la bocanada existencial de lo presente o no.
Una pregunta que podía cobrar color y forma, gusto y tono.

Pero no todavía, no había sido dicha
el agua que habitan los tiburones.
Era apenas una casualidad diaria,
una mojada de las manos y un juego infantil.
La sustancia suma de la existencia
y más allá de los seres que la cruzan y perviven
se mantuvo en edades inexorables hasta mis días,
estos días que han venido del agua,
y por la luz, por la tierra, por el agua vamos
luminosos y oscuros, crueles y honestos.
Inmensamente imperfectos en la perpetuidad temporal de este día nuestro.

Y recuerdo una puerta verde, una luz de la tarde,
mis dos manos en el suelo que recorrían la tierra.
He llenado el recuerdo de emociones intensas,
como constelaciones y traslaciones planetarias
que no habrán existido todavía
pero que luego se adhirieron a la memoria.
Y recuerdo la luz, emoción e intensa más allá;
la puerta verde y vieja de madera quebrada
como una piel de tierra o una escama extinta.
Aquella primera puerta que se abriría
hacia los pinos trasplantados al calor de esta tierra
me desprendería de ella y quedaría en el mundo.

Porque yo no sabía nada todavía.
Todas las cosas no habían sido nombradas
y debieron ser nuevas en cada instante.
¿Por qué recuerdo la puerta verde sobre la luz?
Y no recuerdo manchas en las paredes,
un grillo bajo un mueble, dos voces en el aire.

Pero vino la luz, un destello blancuzco
retrocedió a la puerta y huyó en el espacio.
Ha quedado escondida tras la madera
que otrora fuese verde y nueva.
Mis manos en el suelo, las piedrecitas sueltas
que ahora duermen en un suelo ignorado,
mi cuerpo que era entonces casi nada.

Caminé, no hacia la luz. La había olvidado,
ahora estaba perdido en el espacio cotidiano.
Caminé con los brazos adelante, con la mirada arriba.
Debí caminar con la sonrisa del que descubre sin dolor
pero triunfa y encuentra una extensión desconocida,
se acoge a la palma del camino que lleva por sí mismo
al primer caminante. Yo era apenas como un niño amanecido.

Si hablé no lo recuerdo, pero debí decir graznidos
y gañidos como un cachorro sin aire en los pulmones.

Yo descubrí el otoño, la palabra, los libros silenciosos,
el barro con sus restos de existencias,
la pluma de la gallina, los símbolos desbordantes.
Ahí, en ese intermedio de cegueras iluminadas,
la lluvia había creado para mí miles de renacuajos
en la triste infinitud del agua,
en la muerte repetida de la tierra.
Y de la lluvia vino el invierno,
una conspiración de adormecidos.

Digo entonces que recuerdo la luz
y una alta puerta verde
que una tarde se abrió de par en par
y todavía permanece abierta.
Yo recuerdo una puerta verde
como una veta desgarbada
de la madera agreste;
y la firmeza de la piel de la tierra
que descubrí bajo mis manos.
La tierra toda era una bola de metal y proteína
flotando en la distracción de los espacios
pero yo todavía no conocía sus abismos
del corazón de fuego que allí abajo palidece
en rabia, en corpulencia, en turbulencias
se arrastraba debajo de la piedra triturada
y huyó de mí cuando abrí los ojos.
Liberó a la luz para cegarme,
convirtió sus extensiones en obstáculos.
Rondó mis aires con el atisbo de la desconfianza
que mudó en alevosías de sangre en mis rodillas
y en barro y lluvia, risas de cristales.
Toda la tierra se acostumbró a mi espacio,
me dio su palma extensa bajo el sol
y ante la noche ignorada y remota
bostezó sus refugios de metal y ladrillo.
Y caminé entre ellos asombrado y mutable.

Tuve la voz, hablé en el aire. Tuve palabra.
La palabra nueva y sin sentido del cachorro
y del que no sabe nada. El nombre era una estatua vana
que las cosas proclamaron como suyas
y se definieron una a una. Dije primero
cada nombre y vivo se arrastró en la tierra
de mí hacia el objeto.

Sobre la apariencia tan pulida del papel aprendí
a escribir mi nombre como un arcaico garabato.
Yo había atravesado cinco milenios,
aunque no lo sabía. Desde la piedra curtida
me desvié en el hombre y caminé
sobre los trazos ancestrales que perduran.
El cachorro, ilustrado entre los ilustrados,
avanzó la insolencia y la desesperación,
y la bondad y la sabiduría de una letra que aún era una flor o un garabato
sobre el papel paciente, desechado
de los archivos que conservan otras letras.
(Aquellas que perduran oficiosas y dan sentido al mundo).
Pero mis hojas de papel, las primeras
entre todas las mías y entre las del hombre,
fueron devoradas por hormigas y polillas
cuando no fue el agua
quien tomó la tinta y la volvió un espectro
antes de que el papel fuese expulsado a la basura.
Y aquella fue mi primera obra,
temporal y ya determinada por el brazo humano
que en mi repetía la piedra, el pergamino, el hollín.
Así yo era el primero, y el último, y el medio
de los escribas del medio.
Allí yo dibujé una flor, un rostro sin colores,
la forma descriptiva del espacio conocido.
Allí habré dibujado el primer conejo, una casa,
o el intemporal semblante de las víboras;
y aunque ya no recuerde se que estaba
cumpliéndose el destino y tradición de especie.
Yo levanté la mano y lancé un trazo
en el espacio ausente de los años,
avanzando sin freno como un carro en la memoria
hacia mi nombre. Lo descubrí una tarde
cuando estaba en el piso oscuro de la casa
y sobre una hoja de un diario (ignorado)
llegué a mi nombre como para siempre.
Llegué a mi nombre sin fe y sin destinos,
porque pocos cachorros entienden de la vida
(la que se arrastra en nuestra sombra antigua).
Sobre el margen sin dios de la noticia
dibujé el garabato jeroglífico que no era yo y que de mí decía.
No estaba ahí mi fe o mi pensamiento,
ni en la letra dormía un individuo,
pero era yo el autor y la obra. El individuo
que tomó una rama y en la tierra la marca,
era yo llamando con la palabra.
Y que satisfacción, y que alegría infante;
como llegar a la sabiduría y encontrarla en la puerta
sonriendo beatífica al borde del camino.

Y entonces no recuerdo. Sé que estaba
cuando otras cosas sucedían en torno.
Hubo un perro oscuro, una palmera,
una nube de mosquitos vino a vernos
y el veneno les entró en el cuerpo.
Se podía tomar sus moribundas existencias en montones
para arrojarlos fuera sin desprecio y de costumbre.

El cuerpo de un ratón decapitado, que la sangre aún brilla
en mi recuerdo su nuca sin color dura la muerte
que lo tomó en su trampa y quebró el cuello.
Y así otros ratones vagabundos que fueron a la muerte.

Pero ya no la puerta, aquella verde puerta
en esta otra casa nuestra.
Nunca más esa puerta, de verde de tan vieja.
Era otra casa, en otro día y borde,
que he vuelto a ver un día sin remordimientos.
Pero yo recordaba solamente ratones y mosquitos
o recuerdos amargos que no pertenecieron.
Y aunque me han dado historias, o fotos,
solo recuerdo el suelo. Tan gris como otros suelos.

Quizá allí me alcé del suelo y fui al camino
y miré sobre el resto de los objetos,
y reí sabiéndolo y caminé primero.
Pero solamente recuerdo el gris del suelo
y los mosquitos y ratones muertos.

Y luego un gesto amargo, que pareciera un sueño,
donde mi hermana llora.
Todo el aire es angustia, todo el sol una hendija.
No pregunto, no digo, no camino y recuerdo
en la esquina del viento que una muchacha llora
encerrada para siempre en aquel recuerdo.
La pregunta es el viento.

Allí aparece él, donde no estaba.
Su alta cara larga, que parece una mancha,
y su figura extraña que a nada se compara.
Que no tendría nombre si no lo recordara
cada día que despierto y me nombro.
Porque no he sido él, estoy tan lejos.
Hoy no sé si aún está o ya se ha muerto.
Padre, de tierra; padre, de olvido.
Si no me hubieses dicho yo no sabría nombrarte,
y no puedo nombrarte. Estas tan lejos
que la melancolía no quiere rescatarte.
Este nombre, un esfuerzo tan triste por nombrarte
ha fracasado y frío es tu color del aire.
Y aunque me guste el frío, tu figura pertenece al olvido.

¿Qué cosas prometiste y no cumpliste?
¿Dónde estabas que no permaneciste?
El animal del hombre tuvo hijos y los dejó a la hembra;
así renuevan el tiempo inextinguible de los vivos.
Quizá no estabas hecho para padre, quizá te acobardó la valentía
del cachorro que abre la boca y llora
o de la madre que cumple travesía.
Te fuiste. Fue mejor, era otro tiempo
donde ya no cabían tus licencias.

Antes se dio aquello; se me oculta
tu cara una mancha, y mi hermana que llora
encerrada en el vasto recinto de la memoria.
Aunque ya no la veo y aunque ya no la escucho,
sé que alguien lloraba y todavía llora sin cesar.
(¿No es acaso el recuerdo una caja de hierro?)

Pero sé que ha venido la miseria, sin color y sin forma,
inundando rincones que se creían a salvo.

Allí habitan las cosas ignoradas,
las que no se preguntan y no saben
ni quien las vivió ni quien las guarda
en la profunda celosía del silencio.
¿Acaso no callamos lo que sabemos?
y otros no saben y no sabrán nunca
porque no fue necesario y ya es muy tarde.
Anocheció ese día, se ha perdido;
solo su huella queda sobre el brazo.
Habrá fundado el día, torcido el curso.
Habrá gritado y roto un cántaro hasta el fondo
de donde huyó la humilde lagartija.
¿Somos la lagartija, el cántaro o el fondo?
¿Fuimos de ello testigos o partícipes?

Quizá no fuimos nada. Estábamos
en aquel mismo aire. Se ha perdido
ese día que ya no recordamos.
No es recuerdo, sino un presentimiento
adivinado y recogido en rastro
de los gestos honestos de la gente.
Un vigía de la noche ajena.
Pero se ha transformado y modelado,
y aunque puedo dar fe no tengo pruebas
más que susurros agudos que clavados
en el augusto silencio doloridos quedan.

Doy fe de los susurros. Escuchaba
y ellos vinieron raudos y audaces
como dos viejos que recuerdan a ciegas.
Como un perro que busca entre la niebla.
Me dieron las razones del pasado y los presentes.
No todas, quizá; pero quizá las suficientes.

Aquí empieza el silencio.
Ya no el olvido, confundido o solo,
como un pájaro dormido junto al río
humilde de tan solo y tan ausente
y no todavía frío o yerto o ido.
Aquel olvido de quien estaba.

Ahora el silencio vino y creció,
se aposentó entre el gesto y el recuerdo
sin labios. Una llaga o una herida
que ya no sangra más  pero conserva
la frescura del aire dolorido.
No me pertenecía, ajeno y vivo,
estuvo, estaba, perdura todavía.
Los días se han construido encima.
O fue una rosa seca que ha quedado en un libro
sobre la estantería bajo el polvo.
Quien vino y levantó la tapa quizá no debiera
(o no debía, pero ya lo ha hecho).

Pero el silencio existe y permanece,
se regodea en su sueño de verdades sabidas.
Y en sus alrededores los demás se suceden.
Favorece el silencio algunas existencias.

Allí llegué al silencio, y no sabía.
Pero eran tantas cosas esos días
de las que no recuerdo o recordaba.
Sé que una noche fuimos a otra casa
rodeados de elementos cotidianos
como la ropa, sillas, una mesa,
y una bolsa repleta de muñecas
que mi hermana olvidaba.

Esa fue la primera noche alegre
de la penumbra amable y la promesa
como de peregrinos que regresan
al sitio donde nunca habían estado.
Las muñecas armaron una hilera,
sus cabellos resecos que vibraban al viento
y sus dedos deformes levantaron las fuentes de la noche.
Aquelarre infantil y aliviado.

Entre los juguetes de mi hermana,
los que venían de su infancia primera,
había muñecas regordetas y rígidas.
Pequeñas muñecas duras como piedras
y de melenas rígidas, oscuras, descoloridas.
Una pequeña máquina rosada de costura,
y otras figuras que ya se me pierden.

Pero estaba ella, que ha sobrevivido
al olvido de la infancia y el destierro
con su tétrica calva desgastada,
con sus uñas sin filo y sin colores.
En su vestido habita la pereza
de lo que existe todavía y apenas;
como se fue en el pasado ahora queda
esta dura expresión de la muñeca.

Ella ha oído la voz de la morena niña,
sus gritos y requiebros, sus alegres
momentos de niñez que hoy se recuerdan
sobre el seco vestido de la muñeca.
Mona contempla el tiempo eterno de la melancolía,
donde se mecen los sauces adormecidos
y una palmera florece sin escándalos
para cumplir el rito de los sucesos.
Dentro de ella, hueca como el aire,
viven los rastros de la voz de la niña.

Su cabello se fue con las tijeras,
de sus uñas se fugó pintura.
Aún sus ojos permanecen estancos
viendo los rostros de otra primavera,
que yo no logro recordar. Mi hermana
era ya sucedida esa noche penumbrosa y alegre
cuando prendidos a la sombra materna
se levantó la casa en mi presencia.

Esa primera noche pusimos las muñecas en hilera
y ellas nos miraban beatíficas y frías,
no había murmullos ni rosales todavía.
No había más que la penumbra de una noche dormida.

Las noches son grandes, como un escarabajo
que abrió las alas cuando era pleno día
y adormeció el respiro de las flores
de milagro y de prisa entre el viento.
Eran las bellas noches de verano
que en el Chaco atardecen doloridas
mas luego se revelan con sus constelaciones antiquísimas
y un fugaz aliño de luciérnagas.
Brillaban en el campo. Eran las uñas
de un duende anochecido
que entre las matas de pasto perseguía mosquitos.

(Aunque se han vuelto extrañas y escasas
en la ciudad despiertan los veranos.
Sobre los edificios se confunden
con los ojos metálicos de los aviones.)

Se construye una casa con costumbres.
Puede plantarse un árbol y cuando crezca
definirá el espacio de la vida;
vendrán a sus raíces los gusanos adormecidos
para arrullarse en el zumbido de las avispas
y los despierta el tiempo nuevo convertidos en chicharras cantoras.
Pero los árboles pueden permanecer dormidos
firmes y profundos sosteniendo la tierra.

Los rosales son duros, se parecen a un hueso
que quedara escondido y floreciera inesperado y nuevo.
Así que hubo árboles que crecieron, augusta y esforzadamente
como el ceibo desarraigado y triste
donde una palomita hizo nido
y los gatos tocaron la corteza con sus uñas pálidas.
La casuarina se reservó las nubes
porque estiró sus ramas hacia el cielo
verde y oscura como un peregrino
podía hablar con el viento en idiomas extraños
y cuidaba del tiempo y las distancias.
La grevilea con su savia joven
que fue la más lenta y solitaria rama
más tarde floreció amarilla
nostálgica y tan bella como un pájaro prisionero.
Tenían sus flores un dulzor áspero
de agua que se ha bebido en la piel oscura de la tierra.
Luego la tuna, castellana y fría,
que se hizo vieja, gruesa, sucia de tierra,
se hinchó en frutos crujientes y dulces
que las hormigas venían en procesiones
y los gorriones volaban felices
con el pico repleto de delicias .

Puede plantarse un árbol y hará la tierra
que a su sombra quede un espacio vital.
Vendrán los seres a buscar su sombra,
y los hombres detendrán su paso,
los caminos torcerán sus rumbos,
los gatos treparán al viento,
el niño escalará sus ramas.

Se corta un árbol. Es fácil, cotidiano,
que el hacha quiebre las líneas de la madera
llevando el sol hasta los caminos de la savia
en los espacios insospechados y suaves
que pertenecían a la oscuridad.
Quedan sus ramas secándose en la tierra.
Es lenta la muerte de los árboles,
tardándose lo que se tardan el sol, el viento, la humedad,
en desecar nudos y cortezas, abrir crujidos (...)

(...)


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Hoy no se que escribir, porque las cosas  están frías y muertas,  el silencio ha tomado los días de la semana.  Miro por la ventana  como el...