martes, 1 de noviembre de 2016

La vieja Modesta era una italiana
alta como el viento que nunca cantaba.

Recuerdo una vez que llegamos tarde
y en el pasillo salió a recibirnos.
(A veces los viejos se ríen como niños.)
Tenía los brazos delgados y largos,
la piel como el agua.

Si miran los viejos se los ve cansados,
que los días les quitan el hambre y el sueño.
¿Como es que a ella no le sucedió esto?

Sin dudas que había una fuerza oculta,
alguna manera de tocar la tierra
y ella venía de esas maneras.
Se sentía en el aire su palabra viva,
el cuerpo cansino que habita el espíritu.

Más allá de la hija, detrás de los nietos,
su palabra aguda quebraba el silencio
con la sabiduría del que ha visto el tiempo.
Con la amargura del que no se ha muerto.
Con dulzura a veces, sin que percibiésemos
lo antigua que era, La humana vejez.

Una noche oscura, ¿sería verano?,
le dijo a mi hermana que serían felices
y dándose vuelta se perdió en brisa.
Podía ser discreta y suave y sincera;
o enojarse en una lengua extraña
recitando los estúpidos errores cotidianos
de la hija que nunca fuese suficiente;
de los demás, que nunca eran demasiados.
Pero tenía un encanto, libre y de costumbres,
como las criaturas que envejecen solas
hablando a personas que nunca responden.

Recuerdo cuanto tardaba en alzarse
sobre su figura alta e inclinada:
con los brazos pálidos esforzaba el cuerpo
y llegaba al aire balanceándose.

He olvidado ya parte de su rostro.
Recuerdo su risa, clara y asombrada,
su cabello escaso ondulado rubio,
y la voz antigua. Su voz era antigua.
Tenía inflexiones desde la madera,
cuando se consume crepitando el fuego.

Se murió una noche, lejos de la Italia
esta gringa alta y dura como el viento.
Se murió y quedaba dentro de la casa
un silencio amargo de silencios viejos.
Hasta con su muerte habló la Modesta.

Quise verla un día, llegando a los cielos:
parada en la puerta, del brazo de Pedro.
Su vestido azul cubierto de luz.


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