lunes, 25 de abril de 2016

Y vinieron ellas, a verlo cuando dormía,
viejas y ruidosas como pájaros perdidos
a revolotear sobre las jaulas derruidas.
Vinieron y decían palabras endulzadas
sobre la sangre adusta de la vejez diabética.
Sobre el recuerdo mísero tejieron nidos nuevos,
y eran como palomas aturdidas y solas
envueltas en el chal de aquella algarabía.

Vivimos de misterios, de lunas, de bondades,
que ya se han desmigado
en los martillos tenues de los años.

¿A dónde había quedado clavada el hacha aquella
que podía abrir caminos en el monte
y ser un grito bravío del hombre caminando?
¿En qué momento el agua le lavó las canciones?

Me dijeron que era un hombre gigantesco.
Un criollo augusto con manos enterradas
entre la sangre oscura del ceibo y el algarrobo.
Que a veces florecía en una fiesta larga
de noches milenarias como el vino.
Que alzaba la palabra con el grito y el canto
hasta la luz indiferente de estrellas muy lejanas.

Y cuento lo que he visto.
Un viejo recobrado cuando el corazón caía,
cuando hacía mucho tiempo el monte no existía
y los filos del alma eran más poderosos
de lo que se esperaba en la juventud.

Mi abuelo tenía el aspecto del aire silencioso
cuando se ha consumido en la pena
que a todos nos ronda esperando tocarnos.

Mi abuelo, en el recuerdo, recitaba amores,
levantaba una casa, ponía fin a los días.
Y el agua le abría paso, hormiga laboriosa.

Pero no he visto el día, sino la consecuencia.
Siempre el sol cuando cae nos arrastra  consigo.
Había algo de eso en su sillón anciano.
Ha quedado esa sombra sentada sobre el polvo
en donde él se sentaba a mirar las paredes.

Y yo no recordaba aquellos días hermosos
donde él abría los surcos y le crecían tomates
rojizos de ternura bebida de la tierra.


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