jueves, 15 de octubre de 2015

Mi madre, endurecida en algarrobo,
construyó una casa a base de columnas
junto a la rama seca, tronchada y persistente
que eligió de memoria y cuidó como un hijo.

Mi madre, catedrática, lavandera y criadora,
estaba hecha del árbol que crece entre los montes,
solitario y agreste, siempre frente a los vientos
que le quiebran las ramas sin arrancar raíces.
Mi madre, la ladrona de libros mal cuidados,
cosechó la dureza de la gente y la tierra.
Hizo surcos parejos, para futuras siembras.
Calculó mal el tiempo y se cimbró los tientos
del mundo que no sabe su nombre ni su calle.
Cuando llegó a Sylvina tenía 30 años,
un nombre, varios hijos, los dolores, los días.
Ya sabía del agua y el hambre, de la noche.
De todo ya sabía. Y en otras que creía.

Mi madre, hecha algarrobo, estaba destinada a las verdades
y en vez de la palabra le sucedió la vida.
Y fue madre y poeta de horas tardías,
lavandera y cantante de canciones perdidas,
morena y solitaria de la tarde y otoño.
Pero nunca caía, si caminando iba.
Hasta aquella hora del perro enloquecido,
del resbalón, del grito, de su bastón de escoba.

Mi madre tiene todas las desgracias encima.
Y toda la dureza. Sabe callar despacio.
Sabe cortar miseria, sabe pintar ternuras.
Mi madre no termina, abarca años ignotos.
Calcula la distancia con medidas distintas,
de esas que solo saben los que han sobrevivido
el cuero al desatino y la mala poesía.

Mi madre viaja sola, no grita ni se queja,
adusta y solitaria, fue madre en las peores épocas.
La he visto en madrugadas de inviernos
cuando las gatas paren y el mundo las ignora
reírse porque sabe que un gato es algo bello
y más cuando, recién inaugurado, ya exhibe garras.

Apenas si decía una palabra la tarde en que la hija
le dijo que era hora y que se iba.
Volvió sobre sus pasos y mucho nos tardamos
en entender que adentro tal vez ya ella lloraba.
No ha dicho que nos quiere ni dice cuando extraña
pero se nota mucho cuando la casa brilla
y en la puerta somos extraños bienvenidos.

Mi madre tiene el alma de la india paciente
que apenas si se queja y que a veces se enoja
como si desde abajo se rajara la tierra.
Tiene esa dureza que el español tenía
para enfrentar océanos de ignorancia,
apenas compañía del perro que no cesa.

Ha sido rescatista, jardinera y astróloga.
La llamaron presumida y esquiva,
quejosa y profesora.
Tiene un curso abierto con las edades que llegan.
Perdida en la penumbra de esta gran telaraña,
nos mira en la distancia con la tormenta propia
del que sabe y se calla.


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