domingo, 13 de septiembre de 2015

La noche en que Dios y yo dejamos de encontrarnos
fue una noche cualquiera y entonces la más triste.
Yo había escuchado de él en mi abuela rezando,
en mi madre diciendo "Ay, Dios santo",
en los dorados crucifijos de rosarios cualquieras.
Pero nunca había ido a pedirle favores,
a rezar y cumplir los ritos que otros niños aprendían de memoria.
Dios era una pregunta que nadie respondía.
Y en ese dios creía, de una forma lejana.
Como en Papá Noel, como en Don Juan el Zorro.

Aquella noche tonta teníamos un gato
con los dientes cambiando y el lomo renegrido.
Corriendo tras de él lo pisé en las costillas
y se volvió una muerte sin heridas
que no parecía terminar de morirse.

Nunca mejor rezar que en esas horas,
que de tristeza parecían estar hechas.
Nunca mejor decir que alguien me ayude
cuando nadie podía.

La soledad de un niño es más grande que el sol
y más grande se vuelve cuando se marcha Dios.

Pero el gato murió cuando se iba la Luna,
más allá de los techos y columnas.
Y nunca me contestó la noche
ni los rosales movieron sus impasibles flores.
No vino a decirme que aquel gato había ido
a un cielo donde todos los peces
estaban permitidos
y donde todas las nubes estaban arañables.

Dios no vino esa noche
ni ninguna otra noche.
Y yo quedé para siempre con la conciencia impía
del que sabe que ha muerto y no debía.

Nunca pude permitirme creer,
nunca ofrecí disculpas al Dios que no quería
salvar los asesinados en nuestra marcha insomne.
No volvimos a vernos ni a pedirnos favores.

Lo encontré, después de algunos años, en la ciudad tardía.
Pero ya no eramos las caras conocidas.
El estaba manchado de demasiada historia,
yo arrastraba aún mi terca adolescencia.
Estábamos mas lejos de lo que imaginamos,
ni siquiera pudimos saludarnos.


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