miércoles, 17 de diciembre de 2014

A Esquilo lo mató la ironía,
la dura ironía de una tortuga
derrumbada sobre el anciano.
Y le brotaron hilos de sangre y luz sobre la frente.

A Sócrates lo mato la verdad
que el había construido con tantísimas verdades
acumuladas como mordaces ladrillitos.

A Aristóteles lo apagó la vejez y el exilio,
el cansancio supremo de haber sido
más allá de lo sido por muchísimos hombres.

Pitágoras no tuvo ocasión de morir.
Se difumino en el aire cerrado
de la memoria y los números.

Zenón miró a la muerte con una indiferencia
tapizada de asombro y terca curiosidad.

Heráclito sabía que no estaba muriendo
cuando lo alcanzó la oscuridad que perseguía.

Y el volcán sabía que estaba recibiendo un alma
cuando le dio, a Parménides, sepultura.

Y Platón se murió por que tenia que ser,
más allá de la carne que le dormía el espíritu
y le robaba el aire, verdad dentro del viento.


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